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Deja de decir a los niños «pobrecitos» si no comen mal

¡BASTA YA DE DECIRLES «POBRECITOS»!

Dar un alimento malsano a un niño por pena es como comerse un bote de cianuro por no tirarlo a la basura. No tiene sentido, y hace más daño del que pensamos. 

«Pobrecito, cómo no le vas a dar…»
«Pobrecita, ¿no puede comer….?»
«Tengo que comprar…. para el niño, el pobre»
«Pobrecita, se va a quedar sin…»

Es muy frecuente escuchar este tipo de expresiones, que decimos casi siempre de forma involuntaria, a veces sin pensar en qué significan. Pero SIGNIFICAN, y mucho.
En primer lugar, te animaría a que hicieras una reflexión: ¿Te da pena no darle productos malsanos y no te da pena dárselos, cuando es de sobras conocido el perjuicio que tienen cuando se consumen de forma habitual y en altas cantidades? ¿Te da pena que tu hijo/primo/sobrino no coma chucherías y no te da pena que no sea capaz de disfrutar de otros sabores porque sus receptores gustativos están saturados con el sabor dulce? Incongruencias que no entiendo. O sí, porque tienen una explicación (y también una consecuencia).

La explicación es la educación que hemos tenido, el ambiente obesogénico en que vivimos y la normalización de la mala alimentación, en adultos y en niños. Nos parece normal que un niño meriende bollería a diario, y es un bicho raro si le gusta la verdura o desayuna garbanzos (eh, María Merino de @Commiendoconmaria?); vemos normal llevarlos al burguer cada fin de semana pero no nos entra en la cabeza que no sepan lo que es un «establecimientodecomidarápida» con 4 años (como me pasó con Nora); y así podría poner decenas de ejemplos más.

¿Cuál es la consecuencia? Hay varias, y me centraré en las 4 principales para mí:

1. Estamos generando una asociación poco saludable con la comida, de forma que utilizamos estos productos malsanos para premiarles, recompensarles, agradarles y hacerles que se sientan felices. Porque además, hacemos comentarios que lo fomentan. ¿Qué aprenden? Que para estar bien, para sentirse bien, necesitan esos «alimentos».

2. Alteramos sus sensaciones de hambre-saciedad. En la mayor parte de los casos, consumen estos productos sin hambre fisiológica y sin que ellos incluso lo pidan, porque «pobrecitos, cómo no se lo voy a dar, con lo rico que está».

3. Alteramos su umbral de los sabores y generamos una mayor dificultad para aceptar otro tipo de alimentos. Al final, todo les sabe igual!! Además de activar su sistema de recompensa al ser productos tan palatables.

4. Desplazan el consumo de alimentos saludables. Si comen bollería, comida rápida, chucherías, helados, etc, ¿crees que les cabrá (y les apetecerá) una manzana, un plato de arroz o un pescado? Obviamente no.

Todo esto afecta a su salud física, obviamente, pero también a su salud emocional, al rendimiento escolar, a los patrones de sueño, al estado de ánimo (irritabilidad, euforia), a la concentración, al cansancio y a un mayor riesgo de enfermedades.

Así que, por favor, intenta que no te dé pena que coman mal; más pena debería darnos estar fomentando un concepto inadecuado de lo que es alimentarse. Si decides dárselo, que sea por otro motivo y no por pena. Y si te da pena, al menos no se lo digas!

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